[Nota.- Cuando apenas se han cumplido 10 años del fallecimiento de Juan Pablo II, me ha dado mucha alegría encontrar entre mis carpetas un ejemplar del monográfico que Acción Empresarial dedicó al gigante polaco. Como Consejero de ASE colaboré en la revista con este artículo, que recuerdo escribí con especial emoción. Una década después mi gratitud y devoción hacia el hoy santo permanecen intactas].
Para alguien que quiere ser fiel a lo que el bautismo representa, no cabe mayor exactitud en la valoración de la figura de Juan Pablo II que destacar su condición de ejemplo vivo y fidelísimo de la fuerza transformadora de Cristo en la vida del hombre cuando verdaderamente nos unimos a Él. Cualquier otra dimensión que quiera resaltarse de Karol Wojtyla, de las muchas y extraordinarias que han adornado su vida, no será, al cabo, sino una derivación de esa transparencia nuclear a la Gracia, que ha operado, además, sobre unas características humanas muy singulares.
Con esta premisa se entenderá que para quien pertenece a una generación que prácticamente no ha conocido otro pontífice, Juan Pablo II ha sido, por encima de cualquier consideración, un modelo evidente y constante de santidad personal.
Hemos sido, desde luego, unos privilegiados: para buscar un modelo de plenitud cristiana y, por ende, humana, nos bastaba imitar a este hombre sencillo, cercano y entrañable, alegre, lleno de coraje, que rebosaba a Cristo por los cuatro costados y que no cejaba de proponer a María como el camino más seguro para llegar a Él.
Pero más allá de este significado íntimo y esencial de la figura de Juan Pablo II, su marcha a la casa del Padre ha producido a quien escribe estas líneas un sentimiento de orfandad profesional. No acierto a expresarlo de otra manera. Y es que para la actividad en el mundo de la empresa y, más en concreto, en la función de Recursos Humanos, siempre he creído encontrar en el mensaje de Juan Pablo II las referencias y las guías más claras y exactas del sentido de esta vocación profesional y, por decirlo de alguna manera, de los estándares de verdadera excelencia a los que en el desempeño profesional, más allá de lo puramente técnico, debía aspirar.
Ningún gurú del moderno management, por admirable que sea, ninguno de los sabios de este mundo, se ha aproximado ni remotamente a lo que Juan Pablo II ha significado en este orden. Nadie me hizo entender mejor la totalidad de la verdad de esa persona a la que continuamente, pero con escasa profundidad y coherencia, proclamamos como el activo más importante de la empresa. Nadie como él me hizo ver en qué medida la dignidad del empleado, de cada empleado, merece un respeto absoluto y debe ser antepuesta a cualquier interés, por legítimo que sea. Y esta verdad del ser humano será siempre la lección más importante para alguien que quiera dirigir con acierto los impropiamente llamados recursos humanos de una compañía.
Ningún gurú ha sido capaz de proponer, como Juan Pablo II lo ha hecho, lo que significa que la empresa es, ante todo, una comunidad de personas que sirve al bien común. Una comunidad que, por más que no sea políticamente correcto decirlo en los ambientes empresariales, se asienta sobre relaciones de amor, de solidaridad, de recíproca pertenencia. Una comunidad que sólo en base a comportamientos éticos, a la encarnación de los valores en virtudes personales, puede desarrollarse en un ambiente de confianza, de respeto, de compromiso, que, por ser el hábitat verdaderamente humano, es la condición para que fluyan, de una manera natural, la creatividad, la innovación y la mejora continua, el desarrollo del talento, la participación y el trabajo en equipo, la comunicación interna cotidiana y espontánea…, sin los cuales una empresa no puede construir verdaderas ventajas competitivas.
Ningún gurú ha transmitido mejor el sentido del trabajo humano, del propio y de las personas de las que, como directivos, tenemos que ocuparnos para que la empresa sea productiva, eficiente. De un trabajo que es expresión de nuestra personalidad y a la vez camino de su plenitud y que por eso tiene que armonizarse con otras dimensiones de nuestra vida…
Finalmente, nadie como Juan Pablo II enseñó lo que es el verdadero liderazgo, esa palabra talismán en la que hoy en buena medida ciframos el éxito de cualquier organización. Un liderazgo que nace de dentro afuera, que es, ante todo, donación de uno mismo a los demás, que moviliza por el ejemplo y el testimonio, que exige y corrige pero que antes acoge, que mira lejos pero comprendiendo la realidad presente de cada uno, respetando la diferencia, que es humilde y discreto, que se deja ayudar y hace a cada uno ser y sentirse protagonista de su propio destino… Un estilo de liderazgo, en fin, basado a la vez en la verdad del hombre y en la caridad y que permitió a Juan Pablo II cumplir con pleno éxito la gran misión de su pontificado, desarrollado en tiempos indeciblemente difíciles e inquietos: introducir a la Iglesia en el Tercer Milenio.
Los que trabajamos en el mundo de la empresa, nos hemos quedado, en definitiva, sin el referente luminoso ante las contradicciones y las ambigüedades en las que inevitablemente se desenvuelve hoy el complejo mundo de los negocios. Queda, sin embargo, la huella imborrable de un ejemplo extraordinario de vida y un mensaje hasta ahora sólo en una pequeña parte explotado en todas sus potencialidades. Pero, sobre todo y como recordó el Cardenal Ratzinger en la homilía del impresionante funeral de la Plaza de San Pedro, nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice.
Jaime Urcelay
(Artículo publicado en la revista Acción Empresarial, editada por Acción Social Empresarial – ASE, núm. 184, marzo-junio 2005).