Matar a un ruiseñor, publicada en 1960 por la escritora estadounidense Harper Lee, es no solo una encantadora novela de la que disfrutar sino también una propuesta pedagógica para aprender sobre lo que uno de sus protagonistas llama las realidades de la vida.
Es curioso, por lo demás, que esta obra literaria, pese al éxito que alcanzó en su momento -tanto en EEUU, donde fue Premio Pulitzer, como en España-, haya quedado después bastante olvidada. Paradójicamente y como sugiere mi hija Ichi, quizá tenga algo que ver ese eclipse con la celebridad alcanzada por su magnífica versión cinematógrafica, que, dirigida en 1962 por Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck, fue galardonada con tres Premios Óscar.
El argumento es bien conocido gracias a la película. Corren los años 30 en el antiguo y fatigado ambiente de Maycomb, una pequeña población sureña de los Estados Unidos, en la que viven el abogado Atticus Finch y sus dos hijos pequeños, Jem y Scout. Esta última, va narrando en primera persona, de forma entrañable y con la perspectiva de una niña de ocho años, el discurrir de los días en esta comunidad de vecinos y familias, con sus personajes y sus vigencias sociales.
Esa rutina se rompe cuando a Finch le encarga el tribunal del condado la defensa de Tom Robinson, un hombre negro falsamente acusado de la violación de una joven blanca. La situación hace aflorar, con las contradicciones propias de la condición humana, tanto las miserias y los prejuicios racistas de la mayor parte de la población como los valores de algunos de sus componentes y, de manera destacada, la grandeza y la coherencia moral del abogado Finch.

La escritora norteamericana Nelle Harper Lee (1926-2016), autora de Matar a un ruiseñor
La empatía, asunto nuclear de Matar a un ruiseñor
Desde el punto de vista de fondo, el tema central más evidente de la obra es la denuncia del racismo, lo que explica el impacto cultural que consiguió en los Estados Unidos de los años 60, en los que la segregación racial era todavía una realidad muy extendida.
Pero leída la novela hoy en España, en un contexto muy diferente, creo que hay otros elementos que llaman la atención. Su alcance engloba y supera, de alguna forma, el problema específico del racismo, para entrar en la médula de las constantes del ser humano y de su significado relacional.
Esos elementos giran, a mi juicio, alrededor de una cuestión tan vital como es la de la empatía, en la que Atticus quiere educar a la pequeña Scout:
–En primer lugar -dijo-, si sabes aprender una treta sencilla, Scout, convivirás mucho mejor con toda clase de personas. Uno no comprende de veras a una persona hasta que considera las cosas desde su punto de vista…
–¿Qué dice, señor?
–… hasta que se mete en el pellejo del otro y anda por ahí como si fuera el otro.
En torno a la importancia de esta actitud, creo que puede descubrirse en la novela de Harper Lee una especie de itinerario pedagógico con tres pasos: vivir con uno mismo, desde la fidelidad a la conciencia; reconocer el valor único de cada persona para poder ponernos en su lugar; y, finalmente, mirar al otro desde el corazón.
En la conciencia está nuestra identidad
El entendimiento y la aceptación del otro necesita, antes de nada, que descubramos el santuario de nuestra propia conciencia, en el que se encuentran nuestra identidad y dignidad más profundas. Y que, después, seamos capaces de conducirnos coherentemente con esa conciencia.
Atticus es, a lo largo de toda la trama de Matar a un ruiseñor, el paradigma de esa vida conforme a la propia conciencia, tanto en la vida privada como en la pública:
–Este caso, el caso de Tom Robinson, es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia de un hombre… Scout, yo no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no probara de ayudar a aquel hombre.
Antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno.
En otro diálogo posterior, también Atticus dirá:
–Si silenciamos este caso, con ello destruiremos todo lo que he hecho para educar a Jem a mi manera. A veces pienso que como padre he fracasado en absoluto, pero soy el único que tienen. Antes de mirar a nadie más, Jem me mira a mí, y yo he procurado vivir de forma que siempre pueda devolverle la mirada sin desviar los ojos… Si consintiera en una cosa como ésta, francamamente, no podría sostener su mirada, y sé que el día que no pudiera sostenerla le habría perdido. Y no quiero perder ni a Jem ni a Scout; son todo lo que poseo.
No puedo vivir de un modo en público y de otro modo diferente en casa.
Reconocer el valor único de cada persona
El siguiente paso para el aprendizaje de la empatía es reconocer y aceptar la dignidad, el valor único, de cada ser humano. Sea cual sea su condición y por muy distantes que nos resulten sus circunstancias existenciales.
Evidentemente, la clave aquí es la superación de los prejuicios, un tema recurrente a lo largo de la novela. Y no sólo a propósito del que es de otra raza, sino respecto a cualquier otra persona cuyas circunstancias vitales o puntos de vista puedan ser diferentes de los nuestros. No es fácil, pero es imprescindible para conducirnos en la vida desde un propósito de encuentro con los otros.
Si la empatía consiste en ser capaces de caminar con los zapatos del otro, esto solo es posible si antes hemos dado el paso de aceptar que el otro es valioso en sí mismo y merecedor, por razón de su dignidad, de nuestra atención y nuestro respeto.

Uno de los conmovedores diálogos de Scout con su padre, Atticus Finch, en la versión cinematográfica de Matar a un ruiseñor.
Cuando por fin las ves...
La culminación del itinerario que la historia narrada por Scout presenta se produce en las últimas páginas de la novela, con ocasión de la relación de la niña con un personaje que es clave en toda la trama y que, sin embargo, aparece algo desdibujado en la versión cinematográfica: el vecino Boo Radley.
Son páginas emocionantes y llenas de ternura, en las que Scout descubre, por fin, lo que su padre ha querido amorosamente enseñarle a través de toda la novela: solamente haciéndonos como niños podemos alcanzar una mirada a los otros desde el corazón, la plenitud de la empatía:
–(…) y Atticus, cuando por fin le vieron, resultaba que no había hecho nada de todo aquello… Atticus era un chico bueno de veras…
Las manos de mi padre estaban debajo de mi barbilla, subiendo la manta y arropándome bien.
–La mayoría de las personas lo son, Scout, cuando por fin las ves.
El amor es, al cabo, la plenitud de la empatía. Viktor Frankl escribió en «El hombre en busca de sentido»:
El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre.
Jaime Urcelay