
Estoy estas semanas disfrutando mucho con el redescubrimiento del gran filósofo Manuel García Morente (Arjonilla, 1886 – Madrid, 1942), una figura que ha sido para mí, desde muy joven, un referente, tanto por su vida como por su pensamiento.
Leyendo ahora el segundo ciclo de conferencias que impartió en septiembre de 1934 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Contribuciones a una teoría general de la cultura), me ha impactado el final de la última de dichas conferencias, la decimosexta (1). Son reflexiones de una asombrosa clarividencia que, cuando se aplican a la actual crisis de la cultura, resultan casi proféticas y plenamente vigentes.
Dada la novedad del enfoque y su fuerza inspiradora, no me resisto a proponer aquí el texto completo de esos párrafos finales -muy poco conocidos, por lo demás- y a invitar a su lectura pensando en el tiempo que estamos viviendo, en el que los síntomas a los que se refería García Morente han ido a más y, por lo tanto, la salvación de la cultura, tal y como el filósofo la sugiere, se hace aún más apremiante. Las negritas son mías.
Decimosexta conferencia. EL NEXO TELEOLÓGICO EN LA VIDA DE LA NATURALEZA
(…)
No puedo terminar este ciclo de conferencias sin hacer alguna aplicación viva de todo lo que hemos dicho en estas dieciséis lecciones. Sería faltar a lo más profundo del espíritu que las anima. El espíritu que las anima, como habéis visto, es dar a la filosofía un sentido vital. Por consiguiente, la filosofía tiene que dar cuenta de todos los aspectos de la vida y tiene también que dar cuenta incluso de los dramáticos aspectos de la vida presente. No puedo, pues, terminar estas conferencias, este ciclo, sin hacerme cargo del problema que la situación actual de la cultura plantea a un filósofo de la vida.
Porque es evidente que en la hora presente la cultura atraviesa una grave crisis. No estamos contentos con nuestra vida, no estamos satisfechos con la vida que vivimos en la actualidad, ni lo estamos con el mundo que es nuestro mundo, ni lo estamos con nuestro hacer, con lo que hacemos en ese mundo nuestro, ni en lo objetivo de la vida, ni en el ser que nos hemos creado en torno, ni en lo que pudiéramos llamar lo subjetivo de la vida: la personalidad que vive de, en, frente y con ese mundo no nos puede satisfacer en la hora presente.
Pero, dirán ustedes, ¿qué tiene eso de extraño? ¿No es toda vida crisis perpetua? ¿No consiste, según hemos visto en lecciones anteriores, no consiste la obra viviente en convertir en ser lo que aún no es ser? ¿No hemos dicho que vivir es proponerse un programa a realizar, el cual, una vez realizado, se convierte en cultura colectiva, o sea, en cosa, o sea, en naturaleza, la cual necesita evidentemente ser superada, de suerte que cada generación se tiene que sentir, con respecto a la generación anterior, en auténtica crisis? Precisamente lo típico de cada generación ascendente consiste en sentirse descontenta del mundo y de las personalidades del mundo en que vive; precisamente el movimiento de la vida consiste en superar todos los estadios conforme los va realizando, en considerar toda obra hecha como algo que queda en el pasado y que es preciso sobrepujar en el futuro. Por consiguiente, la crisis es lo normal en la vida. ¿Qué de extraño tiene entonces que nos sintamos ahora en crisis? En todo momento se siente la vida en crisis, la vida es ella misma una perpetua crisis, un descontento de lo que ha sido, porque se apetece algo distinto, siempre pensado como mejor.
Sí, es verdad, así es: la vida es una perpetua crisis y, en este sentido, la crisis actual de la cultura (2) debería ser una crisis normal, corriente. Pero he aquí que esta crisis actual de la cultura no es normal ni corriente, sino mucho más grave y profunda que las crisis normales y corrientes, porque, en las crisis normales, el desgano de la vida pretérita es el resultado de la apetencia de un nuevo tipo de vida. En las crisis normales no se quiere ya la vida actual, porque se quiere otra que se tiene en la imaginación, en el pensamiento, como algo que todavía no es, pero que deberá ser. Y la crisis actual es grave porque, no queriendo ya nosotros la vida actual, no tenemos otra todavía en el pensamiento, en la imaginación.
Esto es lo que hace a este momento crítico de una gravedad extraordinaria. Poseemos hoy una cantidad enorme de medios proporcionados por nuestro conocimiento de la naturaleza, de técnicas posibles, pero padecemos una desconsoladora penuria de fines; no sabemos qué hacer con esos medios que tenemos; se nos ha, por decirlo así, agostado la facultad creadora de fines; se nos ha agostado la capacidad de entusiasmarnos por un tipo de vida que no haya nunca sido en la historia y que nosotros nos sentimos llamados a realizar en la historia. Esa falta radical de entusiasmo creador de un nuevo tipo de vida, es lo que hace grave la crisis de la cultura presente.

Y esa situación que acabo de pintar a ustedes se manifiesta en un cierto número de síntomas actuales de una gran gravedad. Se manifiesta, primero, en el fatalismo de la cultura. Estamos hoy convencidos, están muchos, están casi todos convencidos hoy de que la cultura se mueve sola, de que los resortes que la hacen cambiar y aun, si se quiere, progresar -esa palabra absurda-, esos resortes están en ella y que, por lo tanto, nosotros no tenemos nada que hacer sino esperar a que ella sola, la cultura por sí sola, se haga, aumente, progrese, cambie.
La expresión de este fatalismo de la cultura la tienen ustedes muy clara en los elocuentes libros de Spengler. Pero es general y común la creencia de que, por una u otra ley superior y ajena a nosotros mismos, la cultura se mueve y cambia; y nosotros nos inclinamos ante ese movimiento, nos hacemos fatalistas de la cultura.
Pero no hay nada más realmente fatal para la cultura que esa creencia, porque esa creencia lleva a la apatía cultural y, por consiguiente, al agostamiento de la única y auténtica fuente de la cultura, que es el esfuerzo personal, el esfuerzo de cada uno de nosotros.
Esa situación se manifiesta, segundo, en el escepticismo de la libertad. No se cree en la libertad, se piensa que el hombre es una persona de paja, movida por los vientos del determinismo universal, y que por lo tanto es vano revolverse contra lo que el destino, la determinación de las cosas, previamente señalada por sus causas, impone al hombre.
Ese escepticismo de la libertad es también fatal para la cultura, porque es el que agosta esa parte superior de la vida, que es la que determina los fines. Otro síntoma, el tercero, de esa grave situación es el predominio de la ciencia y de la técnica sobre el espíritu. Llamo ciencia al conocimiento de las causas, llamo técnica al aprovechamiento de las causas, pero llamo espíritu a la proposición de fines.
Hoy día preponderan en nuestra cultura la ciencia y la técnica sobre el espíritu. La función de proponer fines a la actividad del hombre ha quedado disminuida y casi agotada por la proliferación del conocimiento científico y de los aprovechamientos técnicos.
Cuarto síntoma de esa situación es el predominio del hombre-masa. Como quiera que en la cultura actual nuestra la posición de los fines queda enterrada bajo el aumento extraordinario de los conocimientos científicos y de la técnica; como quiera que nuestra creencia en la libertad queda disminuida por la convicción falsa del determinismo universal, del fatalismo de la cultura, resulta de esta situación que quien imprime el sello en la vida, no es la originalidad creadora del individuo vivo, sino las ideas comunes, mostrencas, los tipos de vida colectiva. Llamo hombre-masa al hombre cuya personalidad está hecha exclusiva y predominantemente de tópicos colectivos, de tópicos extraídos del ambiente, pero no del fondo de su propia individualidad.
El predominio del hombre-masa es la constricción de la libertad de cada vida bajo el naturalismo de la sociedad, es el predominio del tópico común, mostrenco, estrecho, que es de todos y, por lo mismo, no es de nadie, no tiene padres conocidos.
El predominio de la masa se traduce por una afición desmedida de nuestro tiempo al despotismo y a las dictaduras, porque todo despotismo se ejerce siempre en nombre de la masa y desde la masa. Todo despotismo es despotismo de lo colectivo sobre lo personal, porque lo personal, para ser, necesita campo, para extenderse y expandirse necesita la libertad política, la libertad social, la libertad de pensamiento, todas las libertades son buenas para el desenvolvimiento de la personalidad viviente. Pero, cuando en una sociedad lo que prepondera no es el respeto a las personalidades singulares, a las personalidades vivientes, sino la imposición de las criaturas mostrencas y colectivas, de todos y de nadie, no falta nunca uno que, representando o diciendo representar a esas criaturas mostrencas y colectivas, ahogue la libertad individual creadora de las personalidades e imponga un rasero común, que se llama siempre despotismo y dictadura.

Todos estos síntomas del mal que aqueja a la cultura actual se condensan en lo que decía antes, cuando me refería al descenso del espíritu, en vez del cual predominan el conocimiento común y la técnica común. Todos estos síntomas, por consiguiente, proceden de que nuestra cultura es, más que cultura, civilización (3); más que fuente pura de nuevas creaciones, estancamiento, solidificación y muerte de lo ya creado.
Es grave esa parálisis de la inventiva espiritual, y esa parálisis de la inventiva espiritual no tiene otro remedio que el esfuerzo de todos por abrirse paso al único lugar en donde puede realizarse esa inventiva de fines que falta, o está en nuestra cultura muy disminuida.
Es preciso, pues, que todos nos pongamos al servicio del espíritu. El servicio del espíritu es el servicio de la vida personal. La vida personal es lo particular, lo propio de cada uno, lo libre. Es, pues, necesario que la democracia se limite a sí misma; la democracia no puede ser la que absorba las funciones el espíritu. La democracia, cuando absorbe las funciones del espíritu, ahoga al espíritu, porque la democracia no es el espíritu, es por el contrario el consenso, el conjunto de todas esas concepciones colectivas, sociales y mostrencas que ahogan lo individual.
Para que la democracia se limite a sí misma, se ponga límites a su propia actuación, y sirva al espíritu en vez de absorber las funciones del espíritu, no tiene más sino hacer práctica del imperativo de la realidad. El imperativo de la realidad es el que nos obliga a conocernos cada uno a nosotros mismos, a saber lo que podemos hacer y lo que no podemos hacer. La democracia tiene que comprender que no puede hacer ciertas cosas que están reservadas para la iniciativa de los creadores individuales.
Esa limitación de la democracia no puede consistir sino en una limitación de la vida pública, una limitación, una disminución de la publicidad en la vida. La vida pública, en su forma más característica, que es la democracia, la vida política, ahoga la vida personal. Hay que declarar la guerra a la política. Los que quieran, los que tengan en el corazón profundamente anclada la preocupación por el porvenir de la cultura, tienen que declarar la guerra a la política, porque la vida pública, en su forma más característica, que es la política, invade todos los ámbitos y reduce la vida privada, reduce el silencio creador de la soledad íntima, reduce la conversación fecunda y profunda entre dos amigos, lo reduce a un hilillo que apenas si cuenta ya en nuestra existencia turbulenta de plaza pública y de hall de gran hotel.
La salvación de la cultura está en el recrudecimiento de esas fuentes creadoras del espíritu, que son las que inventan, las que dibujan el proyecto de vidas y entusiasman, las que, por encima de lo ya existente, crean algo por existir. Esa creación de fines nuevos, que se echa de menos en nuestra cultura actual, no puede hacerse más que en el recato profundamente individual de la soledad personal y de la vida estrictamente privada.
Es menester, pues, que la vida privada se expanda y, en cambio, la pública y principalmente la política se reduzca a los subalternos fines que tiene que cumplir. La política no es la directora de la vida, es la sierva de la vida y, cuando la sierva se convierte en directora, cuando el esclavo manda, entonces se tiene una vida propia de siervos y propia de esclavos.
Pero, precisamente para que eso no ocurra, es necesario que las generaciones jóvenes impongan, violentamente si es preciso, el respeto máximo a la vida personal, a la vida privada, que es la única fuente auténtica de toda vida y de toda cultura.
(…)
Por la transcripción,
Jaime Urcelay
(1) El texto del curso de Buenos Aires procede de los papeles privados de García Morente y fue publicado en 1995 con el título De la metafísica de la vida a una teoría general de la cultura por los profesores de la Universidad Complutense de Madrid Juan Miguel Palacios y Rogelio Rovira. Estos mismos profesores lo incorporaron a las Obras completas del filósofo, publicadas al año siguiente. Vid.: García Morente, Manuel: Obras completas, edición de Juan Miguel Palacios y Rogelio Rovira, Fundación Caja Madrid y Editorial Antrophos, tomo I, volumen I, Madrid 1996, págs. 527 a 531.
(2) En este contexto, cultura es para el autor una realidad social -procedente y, a la vez, condicionante de la libertad de los sujetos y las culturas personales-, que conceptualiza como el conjunto de modos de vivir y pensar, sujeto a transformación en el tiempo. En este sentido dirá, en otra de las conferencias del curso de Buenos Aires, que la cultura es esencialmente personal, individual y que lo que llamamos cultura colectiva es, en efecto, una realidad y una realidad ‘sui generis’ e independiente de nosotros, pero no viva, ni tampoco capaz de modificarse a sí misma. (…) La realidad colectiva no puede ser alterada más que por el esfuerzo de sujetos individuales, de las culturas personales. La cultura colectiva está en nuestra vida, pero nosotros no estamos en la vida de ella. La libertad es para Morente condición metafísica de la posibilidad de la cultura.
(3) García Morente utiliza aquí el término civilización en el sentido que lo hace Spengler, es decir como periodo final de una cultura en el que ya se han agotado sus posibilidades creadoras.